viernes, diciembre 21, 2007

Corazones perdidos (o la eterna búsqueda de los días sin más)

Hay días en lo que el mundo no es más que la partitura incompleta de un sordomudo. Tan solo un juego de malabares sin manos, ni pelotas y con demasiadas espadas de fuego. Salto sin red, ni paracaídas, ni seguro dental. Días que no son ni blancos, ni negros, ni grises ni todo lo contrario. Arcoíris translúcido. Simplemente días incompletos, desordenados. Caos sobre caos. Lluvia sobre mojado. Piedra, papel o tijera. Y ya está.

Es cierto, hay días en los que puedes percibir algún acorde, alguna pequeña melodía, aunque luego todo vuelva al punto de partida. Días en los que tu ausencia convierte mi vida en la conquista eterna de un desierto con pistolas de agua. Imposible como un beso sin tus labios o un abrazo sin calor o el sexo sin ganas. Días que se pierden en el follaje de las hojas caducas del otoño. Días sin más ni menos.

Y podría haber pasado en alguno de estos días, o en otro, la verdad. Podría haber pasado de otra manera, en otro momento, en otro decorado bien distinto, porque en realidad, nada de lo que pasa tiene que ver con los días grises y los desiertos. Pero no pasó en un día soleado, con helado de vainilla, gafas de Sol, cuerpos dorándose y canciones alegres sin sentido. Ni siquiera en uno de esos en los que el frío se cuela hasta las huesos y no hay manta que lo pare, y tan solo te apetece estar en casa, junto al radiador (o mejor, una chimenea) escuchando esas otras canciones, las tristes, aquellas que te recuerden los lejanos días en los que el suministro de calor corporal estaba asegurado, por mucho que nevase en el exterior.

Pasó uno de esos días grises, días sin más. Pasó que tu ibas por la calle, mientras mandabas todo a la mierda. Pasó que ella se cruzó contigo, como antes lo había hecho con tantos otros, pero no igual. Porque nunca nada pasa de la misma manera. Como no hay dos gotas de agua que sean iguales, ni un segundo que dure lo mismo que el anterior, ni un baile sin que yo te pise el mismo punto de tu pie. Y pasó que ella te miró y te sonrió. Nada más. Suficiente para los que somos simples mortales. Suficiente para los que somos capaces de ciertas locuras. Y claro, tú no tuviste más remedio que ceder, rendirte, ofrecer toda tu conquista (ganada a disparos de agua) y concederle tu territorio. Solo arena y sal. Pero todo tú. Dulce la derrota cuando son tus labios los que firman el tratado de paz. Dulce derrota cuando le entregas tu territorio de sal y arena. Dulce sal. Desierto de sueños que jamás terminarás de recorrer. Desierto completo.

Pero a veces pasa también que ella buscaba una selva, con sus animales, sus lianas, sus lluvias interminables… Y yo nunca fui Tarzán. Nunca se me dio demasiado bien esa absurda idea de ir en taparrabos por el mundo sin más objetivo que el de no ser comido por una legión de mosquitos. Durante un tiempo incluso llegué a pensar en trepar por sus ramas y buscar cobijo en manadas de leones. Claro que ningún documental me había enseñado como sobrevivir a la negativa de una mujer. Y el amor, en verdad, se juega fuera de las selvas y los desiertos.

Océanos frente a costas malditas que amenazan con sus rocas el casco de mi corazón-barcaza. Acantilados amenazantes. La vibración de las olas. El vaivén de tus latidos. El corazón en un puño. Mi mano sobre los remos. Y tú ahí, a lo lejos, evitando que yo llegue a la playa. Tierra firme sobre la que asentar mis sueños. Donde puedan ellos tomar impulso para volar. Divisar desde el cielo la vida, acercarse al Sol, a la Luna y ser el primero en ver a las estrellas en el firmamento. Pero eso son solo sueños…

Nadie te enseña a navegar contra océanos enfurecidos. No hay amigo, profesor o espontáneo que se cruce un día en tu vida y te diga como debes afrontarlo. No lo hay, simplemente. Quizá es que nadie ha sobrevivido a ello. O si lo han hecho, el recuerdo de aquella lucha le atormenta de tal manera que no puede articular palabra ninguna. Callado por los recuerdos. Y sobre todo por aquellos sueños que jamás llegaron a tierra firme para coger impulso y acercarse al Sol, la Luna y las estrellas. Flota hundida frente a tu costa.

Por eso aquella tarde, cuando ella se cruzó contigo, nadie te avisó que tu vida iba a cambiar, para bien o para mal, pero que nada de lo que antes habías vivido tenía ya demasiada importancia. Que ninguna historia antigua tenía sentido. Que tus planos y tus planes ocuparían un segundo lugar. Nadie te lo dijo. Porque nadie en realidad lo sabía. Ni siquiera tú. Ni siquiera ella, que en verdad no te había visto. Ni siquiera el tiempo, juguetón, había podido detenerse a pensar por un segundo qué iba a nacer de todo eso.

Y es que hay días grises en los que incluso Alicia se cansa de correr detrás del conejo y saltar a la madriguera, matando el cuento, sin más (a veces no hay chistera que valga la pena). No dejándolo existir, mirando para otro lado. O quizá creando uno nuevo, uno en el que jamás creciese y Peter Pan, cansado de las negativas de Wendy, la raptase y se llevase consigo al País de Nunca Jamás para hacer la limpieza de la primavera. Y porque no… quedarse para siempre cuidando de los corazones perdidos.

1 Susurros:

Blogger Alnitak said...

ya te lo dije: infinitamente bello.
Un abrazo enorme

3:42 p. m.  

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